domingo, 28 de febrero de 2021

Último día de febrero. Un día despejado, un poco fresco, para llevar una bufanda ligera. Inicio mi paseo de cada mañana. Esta vez voy a ir bordeando el río. Hasta llegar al puente, nada de interés. No se qué hacer con las manos; si las dejo fuera de los bolsillos se me enfrían, si dentro no camino a gusto. Tomo el camino de las huertas al lado del río. Al pasar junto al puente me fijo en los soportes y los veo recubiertos de musgo verde y concluyo que miran hacia el norte. La vista del arco y su reflejo en el agua es tan sugerente que hago una foto. Se la envío por wasap a Jennifer. Camino y veo cómo el río viene crecido, seguramente por el deshielo de las nieves que se ven hacia el fondo del valle. Me fijo en cómo la primavera se va anunciando cada día más con más nuevas hojas verdes. Me detengo junto a una valla que separa una huerta donde empiezan a florecer seguramente cerezos, no lo puedo confirmar. Jennifer me contesta y me dice que le ha gustado la foto y que la inspiro, Le contesto que la quiero. Sigo y a la llegada del puente se me adelantan dos hombres con chándal, uno provisto de un palo extensible colgado en la mochila que lleva a la espalda. Llegaré un poco menos que el día en que me excedí hasta tal punto que tuve dos días de dolor de gemelos. A punto de llegar al sitio donde pienso dar la vuelta, veo a mi izquierda un coche aparcado. Ya lo he visto en otras ocasiones, pero esta vez veo la puerta abierta y enseguida a un hombre al que creo reconocer del barrio. Ha envejecido como yo. Sigo y al poco me doy la vuelta. De regreso veo a una pareja con un hermoso perro de pelaje negro y blanco que se ha detenido y mira hacia la otra orilla. Me pregunto qué pueden estar mirando y creo que lo hacen a una casa de campo que parece desierta. Cuando me alejo me vuelvo para mirar la casa y me imagino las posibilidades de vivienda que tiene y cuánto valdría comprarla. Seria una casa como la del molino de Truchas. En eso llego hasta la finca donde pasta la burra que lleva una existencia eterna de pie, sujeta al suelo con una cuerda que intenta quitar para poder liberarse. Cuando paso el puente veo a un hombre con su perro. Conozco al hombre. Tiene la cara quemada y ahora disimula su circunstancia con la mascarilla de la pandemia. A mi izquierda avisto los patos que juegan a encontrarse en grupos. Veo al frente a una señora con un pequeño perro que cojea. El perro se abriga con un jersey azul. Me detengo y le pregunto qué le ha pasado. Ella me dice que otro perro le mordió y me enseña la pata enferma que cuida con antiinflamatorios. Mi compasión se expresa en un "mecachis la mar". Sigo y veo a un hombre ya mayor con una amplia bolsa de compra. De ella saca unas hojas enormes de lechuga o repollo y se las echa a una burra que pasa sus horas en una pequeña finca muy descuidada. El señor me saluda y yo correspondo. Ya en la calle recibo una foto de Jennifer: una vista de la presa del río antes de pasar el puente de la Virgen. En el regreso a casa nada importante. 

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Carpe diem

A pasar hoy por el puente de Trujillo me preguntaba si los pájaros blancos seguían aún allí. La niebla era espesísima. Apenas se podía ver sobre el agua, como en un espejo, el reflejo plateado de la tímida luz de madrugada.  Sobre el horizonte de la Sierra de Santa Bárbara se dibujaba el perfil islámico de una luna pálida dispuesta como un acogedor sillón y al lado el brillo vanidoso de Venus. Insolentes al tiempo ahí estaban aún acurrucados ofreciéndonos el color blanco de sus plumas como luces en un árbol natural de Navidad. Me imaginaba el puente, no el actual de la era industrial, elevado y resistente al paso del acero, sino el antiguo, el de piedra, bajo, envuelto por la niebla profunda, y a los antiguos placentinos del otro lado del río embozados en sus capas, dispuestos a enfrentar la labor de una nueva jornada entre las murallas. Y al igual que entonces sobre las losas de piedra, ahora se veían las huellas de las pisadas de los modernos trabajadores rompiendo el vaho de las aceras. Aún a pesar del ruido de camiones, autobuses y coches, uno podía detenerse en la belleza conjuntada de la niebla, el agua, la noche y la vida dormida en los árboles. Una imagen más que me llevo hoy. 

(Nota: He visto a un camión de Grúas Eugenio junto al Instituto. Dos operarios dirigían sus miradas a los dos depósitos cilíndricos de agua de la estación... Continuará.)

Érase una vez...

"¿Qué estarán haciendo?" Tenía de pronto la urgencia de sentirlos cerca. Le preguntó a ella "¿Cuál es su dirección?" "Calle.... Nº....", respondió. Buscó en la pantalla de su ordenador el icono de Google Earth. Pronto la esfera azul apareció sobre la ventana abierta mostrando en su centro el verde de la península Ibérica y al sur el ocre del desierto del Sáhara. En la columna lateral de la leyenda, introdujo la dirección en la pestaña Volar a, y luego pulsó el símbolo de la lupa de búsqueda. Entonces, la familiar esfera de la Tierra comenzó a girar y la imaginaria nave, atravesando el azul del océano, en el que se podían distinguir las dorsales oceánicas que como espina ampara y separa el esqueleto de placas, llegó hasta la costa verde del Nuevo Mundo. El movimiento poco a poco se fue deteniendo en el lugar indicado. Podían verse desde arriba, en un mar de verde intenso, las manchas blancas de las casas dispersas, y entre ellas dos líneas de sombra de dos carreteras que se cruzaban. Justo en el cruce se apreciaba una mancha oscura de agua que se aclaraba en sus bordes. "Ahí está el estanque". Sólo quedaba conducir el puntero del rátón al signo de ampliación que aparecía a la derecha de la pantalla. Dudó por un momento. Parecía como si, como un espía o un ladrón, violara la intimidad sagrada del objetivo de su búsqueda. Pero tenía a la vez la íntima esperanza de que el milagro se produjese; como cuando, cerrados los ojos, soplas la tarta, y piensas muy fuerte que tu deseo se cumpla. Definitivamente acercó la flecha sobre la escala de ampliación y apretó. Una, dos, tres veces. Comenzaba a distinguir los detalles de la casa: la entrada y el jardín trasero. De nuevo pulsó una, otra y otra vez. La imagen se agrandaba y se acercaba. La perspectiva iba modificándose. De la vista cenital pronto se convertiría en lateral. "Mira ahí está el garaje y ahí está el porche de lectura". Entonces, su perra melosa, acurrucada en su regazo, llamó su atención y él se volvió hacia ella. Al poco regresó a la pantalla del ordenador. En la imagen, la puerta de la casa se abrió y de ella salieron los dos perros alegres y detrás los dos. "¡Eh! ¡Hola!", gritó él desde arriba. Y ellos levantaron la vista y saludaron. Sonreían.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Brumario

Es una mañana oscura y fría de finales de noviembre. Un manto espeso de niebla cubre la Isla. Me abrigo. No hay gente en la calle y apenas la luz de algún coche rasga la madrugada. Son las siete y media. Al pasar por delante de las escaleras mecánicas de Leonor de Plantagenet, protegidas aún por las vallas metálicas, me imagino al guarda al resguardo del frío y la humedad. Más allá una señora guía apresurada a su perro hacia el descampado del parking. Al llegar al semáforo cruzo y tuerzo hacia San Francisco. Enfrente, el enorme abeto viejo y cansado aguanta. Pasado el crucero de la antigua iglesia me fijo por enésima vez en la portada barroca decorada con el cordón de tres nudos. Me comprometo a visitar en ella la anunciada exposición de pintura del Salón de Otoño antes del 13 de diciembre. La Residencia de Ancianos duerme aún. Sólo el vagabundo, que pasa la noche al refugio del muro del antiguo Hospital junto al aparcamiento, recoge sus bolsas y se dispone a sobrevivir un día más. A la altura del almacén de saneamientos Sequeira, dos perros tiran de las correas que una señora sujeta cual Ben-Hur a Antares y Aldebarán. La furgoneta de la panadería Panake’s aún no ha aparcado delante de la puerta impidiéndome el paso por la acera. Ya en la plaza de San Juan me asombro por vez primera ante la algarabía de los pájaros que se despiertan en los tres o cuatro árboles de hojas amarillentas otoñales. Los vecinos deberían hacer todo lo posible para conservarlos. Sólo rompe el silencio el tímido ronquido de un coche afortunado que ha encontrado plaza de aparcamiento y alguna ventana iluminada denuncia el inicio de otra jornada. Casi al final de la calle, frente a la puerta de una casa aislada, una joven abraza a su perro para protegerlo del frío. Llego hasta la carretera que bordea la muralla que abraza la catedral y el palacio episcopal. Me topo con el barrendero de siempre que, vestido de uniforme naranja reflectante, apaña alguna que otra hoja. No veo a la mujer que, fiel todos los días, parece regresar de su paseo rodeando el cinturón de murallas de la ciudad. Una joven mujer de la limpieza, con bata verde a rayas, limpia la entrada de la Mutua. Hoy no está la gruesa joven sentada junto a la parada del autobús de este lado del río. Tampoco veo al sufrido repartidor de periódicos siempre con prisa. Desciendo una pequeña vaguada en la rotonda de la Virgen de la Salud y subiendo hacia el puente dejo a mi izquierda los restos de muros y pilares de la sinagoga sin techo que nadie visita. En su exterior me intrigan otra vez los huecos antropomorfos excavados en la roca de granito. Acaba de entrar en la rotonda el autobús de línea Cevesa que hace la ruta Cáceres-Plasencia y a través de sus ventanas veo a un pasajero que dormita. Mientras atravieso el alto puente de Trujillo miro una mañana más a la izquierda. En uno de los árboles plantados en el río descubro los óvalos blancos de los pájaros, acurrucados como mi Surra en su cama, que aún esperan la señal de emigrar. A pesar de la oscuridad de la madrugada y del vaho de niebla que humea del río sus formas resaltan como frutas extrañas. Hoy sólo me cruzo con la madre que imagino trabajadora en alguna oficina a quien ocasionalmente acompaña su hijo adolescente. Prudente, atravieso por el paso de cebra a la acera de la Caja de Ahorros. Paso por delante del portón abierto de la empresa de reparaciones Oserpro donde los empleados se preparan para un nuevo día de descombros, alicatados, pinturas y carpinterías. Al llegar a la rotonda me fijo de nuevo en la verde fachada redonda del antiguo almacén de suministros, coronada con un enorme tondo en azulejo donde se lee “Los Tres Amigos, Marca Registrada, Pimentón, Higos y Miel”. Tuerzo y me encamino por la empinada calle que me llevará hasta el Instituto. Dejo a mi derecha el descampado agreste en las traseras del Ambulatorio, el bazar moro de la esquina y llego hasta los talleres mecánicos, primero el de cosas serias, luego el de cosas rápidas. Al final subo una pequeña escalinata y me enfrento a la vieja escuela de San Miguel donde una ventana iluminada señala la acogida y espera de unos niños dejados por unos padres trabajadores. Cuando son las ocho menos cuarto, más o menos, entro en El Cochecito y doy los buenos días. La camarera, respetuosa, me devuelve el saludo y me sirve mi café con leche, mis dos churros y mi vaso de agua. Si están libres hojeo el Hoy o el Marca o el Público, o simplemente miro en la pantalla del televisor el tiempo y los deportes. Siempre la misma gente y las mismas rutinas. Cuando van a dar las ocho recojo mi mochila gris parisina, me despido con un hasta luego y, saliendo, me encamino hacia el Instituto. Sorteo alguna furgoneta que sale del garaje de la empresa de instalación de gas y paso por entre algún grupo de alumnos que retrasan cuanto pueden el inicio de su tarea. Al llegar al puente sobre las vías abandonadas cruzo la carretera por el paso de cebra frente a los dos oxidados depósitos de agua de la estación, vestigios de viejas glorias ferroviarias y ahora soportes de graffiti publicitarios. Por fin llego al Instituto. Algún día me gustaría que el arquitecto me explicara la idea que él tenía de un centro educativo cuando diseñó el edificio. La fachada de hormigón desnudo, más que sobria, de formas adinteladas, stonehengianas, casi germanas, no invita en absoluto a entrar. Me imagino el “Arbeit macht frei” sobre el dintel. Pero eso es ya otra historia.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

In memoriam

Volverás en noviembre,
                   con las lluvias, a las mañanas
                                         ruidosas del Rossio.
                                                                        Ángel Campos


Hace ahora dos años murió mi amigo Ángel Campos Pámpano y dos ideas me rondan la cabeza.

La primera, lo absurdo de su muerte. Ángel muere a los cincuenta y un años en plena madurez creativa como reconocido poeta.

Aún recuerdo cómo, en sus visitas al despacho de Dirección, donde se sentaba en el sofá, frente al famoso tapiz de la bandera republicana, o salía a pasear a la terraza y, apoyado en el pretil, se fumaba su pitillo mientras hablábamos de lo divino y de lo humano; recuerdo digo, cómo me confesaba la premura de los plazos para editar una recopilación de sus poemas, labor detenida por la vorágine de iniciativas que como vicedirector y responsable de las actividades extraescolares del Instituto Español se imponía.

Ángel se fue en plena experiencia como maestro de jóvenes. Yo le veía, gigante, como un profesor de los de antes, ensimismado en las líneas que ha de resaltar en su lección, y me recordaba a un profesor que tuve en Preu al que se le veía cómo vivía la literatura. Su gran humanidad, de oso de peluche, la derrochaba hacia sus alumnos que se sentían estimados e importantes. Ángel como profesor, se me figura como ese arte que llega a su etapa clásica y que marca las pautas de lo que el estilo debe ser. Justo en esos momentos de vino añejo que hay que oler, paladear y degustar a pequeños sorbos, justo entonces, por un capricho innecesario del destino tiene que dejarnos. Y es que a veces, los dioses, celosos, nos roban lo mejor para quedárselo y disfrutarlo ellos, y nos dejan lo mediocre y lo peor para alejarlo de sí el mayor tiempo posible y castigarnos aún más.

Ángel se fue justo cuando más podía disfrutar de sus maravillosas hijas a las que naturalmente tanto quería. Aún recuerdo cuando me despedí de él en agosto, en el patio frente al palacio y al pie del azulejo con los versos dedicados al maestro Giner de los Ríos, premonitorios de su propio destino, cómo se enorgullecía de ellas.

Decía que había dos ideas que me rondaban estos días la cabeza. La segunda es cuál será el estado de los vestigios materiales del recuerdo de Ángel en el edificio del Instituto.

En aquel día de agosto que se despedía, mientras atravesábamos el ancho pasillo del edificio de Primaria que separa la Biblioteca del Salón de Actos y que había alojado tantas y tantas exposiciones durante el 75 Aniversario, hablábamos de que tenía que volver como invitado para leer sus poemas, y al pasar por delante de la puerta de la Biblioteca le dije que llevaría su nombre. En las conmemoraciones del Día del Libro, unos meses después de su muerte, colocamos la placa en la que sobre una pintura de su amigo Javier se lee Biblioteca Ángel Campos Pámpano. Meses después colocamos una piedra grabada con sus versos que, junto al olivo plantado en el jardín frente al palacio, le recuerda.

La "damnatio memoriae", famosa entre egipcios y romanos, puede ser activa o pasiva. Más dañina que la activa es la pasiva: el dejar que el paso del tiempo y la ignorancia borren el recuerdo. Si bien es cierto que entre nosotros se confunde muy a menudo memoria histórica con revancha, inquina y mezquindad, también lo es que estatuas y recuerdos de otras épocas escapan a la voraz limpieza del pasado.

La suerte de los buenos, de los honestos, de los benéficos es que pasan desapercibidos en esta sociedad y por ello su recuerdo se conserva bajo la pátina del musgo o del polvo.

Ángel era un hombre bueno, amigo leal y honrado defensor de los humildes. Su suerte es que allí quedan fieles amigos suyos, alumnos que siempre le recordarán, pero sobre todo su Lisboa que jamás olvida a los que la amaron.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El anónimo

Cuando hace unos días comentábamos en clase la vida en la ciudad, señalábamos entre una de sus ventajas la oportunidad que ofrece de relacionarte con personas de toda clase y condición, y, al mismo tiempo, la posibilidad de aislarte y refugiarte en la más absoluta de las soledades. Por el contrario, en la vida rural de nuestros antepasados la posibilidad de relación estaba limitada durante la mayor parte del año a los pocos vecinos que moraban en el pueblo y era muy difícil escapar a su escrutinio y control.

Pero si la vida urbana ha permitido a las personas escapar a las miradas impertinentes y a la vez ofrecerles un espacio de máxima libertad, también ha extendido una práctica antes reservada como un título honorífico a las obras literarias o artísticas de las que no se conocía el autor: el anonimato.

La palabra anónimo viene del griego ανώνυμος  (anonymous) compuesta del prefijo de negación αν- (a=sin) y la palabra όνομα (onoma= nombre), es decir "sin nombre".

Pero si hay algo que define a la persona es su nombre, porque sin él no es nada, no es nadie, no existe.

Existimos cuando nuestros padres nos dan de alta en el Registro Civil. Poco a poco nuestra madre nos distingue de sí misma llamándonos por nuestro nombre. Nuestra relación social comienza con la presentación oficial o familiar a los interlocutores. Nos sentimos considerados cuando nos reconocen por nuestro nombre, sea éste normal o raro, tradicional o moderno. Y hasta en la lápida de piedra nuestro nombre permanecerá más allá del recuerdo de los nuestros.

El nombre tiene algo de mágico, o al menos lo tenía en la antigüedad. Hay nombres bíblicos que recuerdan el cumplimiento de una profecía, como Isaac, "el que ríe", en recuerdo de la risa de Sara al oir la promesa de ser madre. A veces un nombre como Belén, "casa de pan", se convierte en fiel realización de un significado. Pablo procede del latín paulus, que significa pequeño, humilde; pero qué grandes son los Pablos.  Los orígenes son tantos cuantas culturas: el griego Teodoro, "regalo de Dios", anticuado pero lleno de significado; el vasco Javier, "el que vive en casa nueva"; o el germano Fernando, "guerrero audaz".

El anónimo no quiere existir. No quiere salir a la luz. Se esconde. ¡Qué contraste con Fernando!

Mientras estudiaba en Historia de la Lengua Inglesa los préstamos recibidos por el inglés de otras lenguas, me topé con la palabra coward, cobarde, y llamó mi atención por la relación que su explicación tenía con mi fiel y leal perra Surra.

La palabra coward procede del francés couard (también predecesora del término castellano cobarde). El origen se remonta al francés medieval coart, y ésta vendría de coue, del latín cauda (castellano cola), y que haría alusión a la cola del perro y del lobo que la esconden entre las patas para mostrar sumisión y miedo, o sea, cuando "sienten cobardía".

Mi perra Surra, por algún atávico miedo, esconde su cola entre las patas cuando escucha los truenos o los petardos de Fin de Año, pero jamás compararía mi perra con la persona que no esconde la cola sino su propia dignidad en la impunidad de la palabra anónimo, sin nombre.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Puntualidad


¿Es posible la puntualidad en este país?

¿Es parte de la cultura española o es un problema de educación?

Yo creo que es un problema de educación que es necesario abordar con decisión. Costará, pero con constancia y firmeza se conseguirá que todos lleguemos a la hora. "¡Bah! Eso no es un problema" --dirán algunos. "Sí, sí lo es, porque se trata de mi, de tu tiempo" --respondo. Los que estén de acuerdo conmigo seguro que tendrán miles de anécdotas que contar. He aquí algunos ejemplos.

Era la cena de fin de curso. Habíamos quedado a las nueve de la noche en el restaurante. Cuando llegué a la hora prevista sólo había dos compañeros. No exagero si digo que los últimos convocados llegaron con tres cuartos de hora de retraso. Mientras, los puntuales, entre los que me honro encontrame, esperamos paciente pero erróneamente. Dudo si acudiré a la cita la próxima vez. Por supuesto a los retrasados les importaba poco su falta de respeto o que el encargado de cocina se subiera por las paredes por nuestra falta de consideración.

¿Quién no ha sido convocado a una reunión de vecinos? En la convocatoria aparece el añadido "en segunda convocatoria" para promover la impuntualidad, porque como ya tenemos experiencia de que a la primera no van a estar todos, vamos un poco pasada la hora de la segunda, por si acaso.

Hasta personas a las que se les supone la educación (y la interiorización del significado último de aquélla, que no es otro que el respeto al prójimo como medio de convivir en sociedad) como son los profesores, cuando son convocados a un Claustro o Consejo, se permiten la temeridad de hacer esperar a los puntuales para el comienzo del acto, que, absurdamente, los presidentes (entre los que me he encontrado), en vez de empezar a la hora, ruegan a los presentes esperar cinco minutos para permitir la asistencia de los impuntuales. Cuando lo normal debería ser la presencia de todos cinco minutos antes del comienzo del acto, como muestra de respeto a la presidencia que nos hace el favor de "servirnos".

Por eso, cuando en la escuela nosotros, profesores, insistimos en la puntualidad de los alumnos, estamos abocados al fracaso. Porque, ¿qué ejemplo tienen de nosotros? Ninguno. Toca el timbre de entrada y salimos de nuestros despachos o salas para llegar a unas aulas, atravesando por entre grupos de alumnos que se agolpan en los pasillos, y naturalmente remolonean para entrar. Llegamos tarde y nuestros alumnos (al contrario de lo que algunos de nosotros, cuarentones o cincuentones, hacíamos con nuestros profesores cuando íbamos a la escuela o al instituto) no nos esperan, sino que poco a poco van entrando y antes de sentarse saludan o tontean con algún amigo. Cuando estamos todos preparados para empezar han pasado ya casi diez minutos.

¿Qué hacemos entonces?

Tenía un compañero que cuando sonaba el timbre y él entraba en clase, cerraba la puerta, y alumno que no estuviese en el aula no entraba. Él era puntual y exigía puntualidad. A él le funcionaba. Él enseñaba Historia de España y conocía las teorías de Sánchez Albornoz sobre la indomabilidad del hispano sino por caudillos y mano dura.

En algunos centros se ha intentado solucionar el problema de la salida de los alumnos al pasillo entre clase y clase haciendo que el profesor se quede en el aula hasta que venga el siguiente profesor. Esta medida solucionaría un problema, el de la algarabía en los pasillos, pero no el de la puntualidad del profesor, y con ello no educaría en la puntualidad del alumno. Pensándolo mejor, la medida podría resultar, porque sacaría los colores a más de uno; pero quizás crease un problema de disculpas encadenadas: "Perdona, pero no he podido llegar antes porque el profesor que tenía que venir a la clase donde yo estaba se retrasó, así que yo me he retrasado para llegar a ésta." Aunque, por otro lado, no sé si no se atenta así contra los derechos del trabajador, obligándole a alargar su hora de trabajo permaneciendo más tiempo del debido en el aula, o contra el derecho del alumno a recibir el tiempo de enseñanza que está establecido en su horario.

Quizás, para empezar, no estaría de más, además de recordar el deber de nuestra puntualidad, sacarles los colores a los listos y listas que remolonean, y hacer de su falta de puntualidad un escarnio y algo vergonzoso. Comprendo la difícil tarea de los jefes de señalar individualemente a aquéllos o aquéllas que descaradamente repiten su remoloneo día tras día y sermón tras sermón. Pero no vale con amenazar con tomar medidas y luego no hacer nada. Porque, o uno dice y luego hace, o si no, que no diga, y entonces todos a una entonaremos el ¡Viva la Pepa! Lo que no vale es que aquéllos y aquéllas de poca vergüenza se escondan en advertencias dirigidas al común. Si se quiere curar un cuerpo hay que cortar por lo sano y limpiarlo de lo enfermo. 

Mi amigo tenía razón. Se cierra la puerta y el que no esté que tome nota para la próxima vez.