miércoles, 1 de diciembre de 2010

Carpe diem

A pasar hoy por el puente de Trujillo me preguntaba si los pájaros blancos seguían aún allí. La niebla era espesísima. Apenas se podía ver sobre el agua, como en un espejo, el reflejo plateado de la tímida luz de madrugada.  Sobre el horizonte de la Sierra de Santa Bárbara se dibujaba el perfil islámico de una luna pálida dispuesta como un acogedor sillón y al lado el brillo vanidoso de Venus. Insolentes al tiempo ahí estaban aún acurrucados ofreciéndonos el color blanco de sus plumas como luces en un árbol natural de Navidad. Me imaginaba el puente, no el actual de la era industrial, elevado y resistente al paso del acero, sino el antiguo, el de piedra, bajo, envuelto por la niebla profunda, y a los antiguos placentinos del otro lado del río embozados en sus capas, dispuestos a enfrentar la labor de una nueva jornada entre las murallas. Y al igual que entonces sobre las losas de piedra, ahora se veían las huellas de las pisadas de los modernos trabajadores rompiendo el vaho de las aceras. Aún a pesar del ruido de camiones, autobuses y coches, uno podía detenerse en la belleza conjuntada de la niebla, el agua, la noche y la vida dormida en los árboles. Una imagen más que me llevo hoy. 

(Nota: He visto a un camión de Grúas Eugenio junto al Instituto. Dos operarios dirigían sus miradas a los dos depósitos cilíndricos de agua de la estación... Continuará.)

Érase una vez...

"¿Qué estarán haciendo?" Tenía de pronto la urgencia de sentirlos cerca. Le preguntó a ella "¿Cuál es su dirección?" "Calle.... Nº....", respondió. Buscó en la pantalla de su ordenador el icono de Google Earth. Pronto la esfera azul apareció sobre la ventana abierta mostrando en su centro el verde de la península Ibérica y al sur el ocre del desierto del Sáhara. En la columna lateral de la leyenda, introdujo la dirección en la pestaña Volar a, y luego pulsó el símbolo de la lupa de búsqueda. Entonces, la familiar esfera de la Tierra comenzó a girar y la imaginaria nave, atravesando el azul del océano, en el que se podían distinguir las dorsales oceánicas que como espina ampara y separa el esqueleto de placas, llegó hasta la costa verde del Nuevo Mundo. El movimiento poco a poco se fue deteniendo en el lugar indicado. Podían verse desde arriba, en un mar de verde intenso, las manchas blancas de las casas dispersas, y entre ellas dos líneas de sombra de dos carreteras que se cruzaban. Justo en el cruce se apreciaba una mancha oscura de agua que se aclaraba en sus bordes. "Ahí está el estanque". Sólo quedaba conducir el puntero del rátón al signo de ampliación que aparecía a la derecha de la pantalla. Dudó por un momento. Parecía como si, como un espía o un ladrón, violara la intimidad sagrada del objetivo de su búsqueda. Pero tenía a la vez la íntima esperanza de que el milagro se produjese; como cuando, cerrados los ojos, soplas la tarta, y piensas muy fuerte que tu deseo se cumpla. Definitivamente acercó la flecha sobre la escala de ampliación y apretó. Una, dos, tres veces. Comenzaba a distinguir los detalles de la casa: la entrada y el jardín trasero. De nuevo pulsó una, otra y otra vez. La imagen se agrandaba y se acercaba. La perspectiva iba modificándose. De la vista cenital pronto se convertiría en lateral. "Mira ahí está el garaje y ahí está el porche de lectura". Entonces, su perra melosa, acurrucada en su regazo, llamó su atención y él se volvió hacia ella. Al poco regresó a la pantalla del ordenador. En la imagen, la puerta de la casa se abrió y de ella salieron los dos perros alegres y detrás los dos. "¡Eh! ¡Hola!", gritó él desde arriba. Y ellos levantaron la vista y saludaron. Sonreían.