A pasar hoy por el puente de Trujillo me preguntaba si los pájaros blancos seguían aún allí. La niebla era espesísima. Apenas se podía ver sobre el agua, como en un espejo, el reflejo plateado de la tímida luz de madrugada. Sobre el horizonte de la Sierra de Santa Bárbara se dibujaba el perfil islámico de una luna pálida dispuesta como un acogedor sillón y al lado el brillo vanidoso de Venus. Insolentes al tiempo ahí estaban aún acurrucados ofreciéndonos el color blanco de sus plumas como luces en un árbol natural de Navidad. Me imaginaba el puente, no el actual de la era industrial, elevado y resistente al paso del acero, sino el antiguo, el de piedra, bajo, envuelto por la niebla profunda, y a los antiguos placentinos del otro lado del río embozados en sus capas, dispuestos a enfrentar la labor de una nueva jornada entre las murallas. Y al igual que entonces sobre las losas de piedra, ahora se veían las huellas de las pisadas de los modernos trabajadores rompiendo el vaho de las aceras. Aún a pesar del ruido de camiones, autobuses y coches, uno podía detenerse en la belleza conjuntada de la niebla, el agua, la noche y la vida dormida en los árboles. Una imagen más que me llevo hoy.
(Nota: He visto a un camión de Grúas Eugenio junto al Instituto. Dos operarios dirigían sus miradas a los dos depósitos cilíndricos de agua de la estación... Continuará.)