
Ha llegado el final del curso y hay que hacer memoria.
El desarrollo de la programación y los resultados académicos de mis alumnos han estado determinados por su distribución en grupos.
Los alumnos del grupo A han tenido un rendimiento más que aceptable, mientras que en los grupos B y C, constituidos por alumnos repetidores o con dificultades, el fracaso ha sido generalizado.
En el grupo B ha existido una total falta de motivación hacia el aprendizaje de la asignatura. Ausencia de motivación que no depende de la voluntad o metodología del enseñante, sino que se debe, por un lado, a la legislación que permite a los repetidores la promoción automática al curso siguiente, y por otro, dentro del ámbito familiar, a la falta de cultura de estudio, de valoración de la educación y de disciplina familiar.

Es sobre la disciplina sobre lo que quiero escribir. Parece como si éste no fuera un tiempo para la disciplina, remedando aquello de que éste no es un tiempo para la poesía. Quizás el problema está en la palabra, que sugiere autoritarismo o castigos.
Etimológicamente, disciplina viene de discere, aprender, y el aprendizaje es algo que exige sacrificio, esfuerzo, rigor. El discípulo por sí mismo no está dispuesto a aprender algo impuesto y que la sociedad considera necesario. Si a un alumno le das a elegir entre entretenerse en el ordenador chateando con sus amigos o aprender el origen de la democracia y los fundamentos de la sociedad en que vive, sin duda elegirá lo primero. Si consideramos necesario que el alumno vaya a la escuela y que cumpla un currículo, entonces es necesaria la disciplina, es decir unas reglas cuyo cumplimiento es imprescindible y cuyo incumplimiento conllevará una consecuencia.
La escuela es una institución que tiene por objeto último integrar o acomodar al alumno a una sociedad determinada. Para esa inserción el Estado (el depositario del poder de esa sociedad) exige el cumplimiento de un currículo. Para conseguirlo el alumno tiene que estudiar. El Estado protege legalmente el derecho y el deber del alumno a aprender. Se ha de procurar por todos los medios que ese derecho no sea impedido y que ese deber se cumpla.
En el logro de ese derecho el papel del profesor es esencial. Es deber del profesor, funcionario del Estado, cumplir la legislación y ésta le obliga a cumplir con el derecho y el deber del alumno al estudio.
Por ello el profesor, representante del Estado, en definitiva, de la sociedad, que deposita en él la confianza para educar a los alumnos entregados a su cuidado, debe ser objeto del máximo respeto.
Para lograr ese objetivo de educar al alumno es necesario mantener una disciplina seria. A la escuela de hoy en día le sobra un exceso de coleguismo: coleguismo entre equipo directivo y profesores, entre equipo directivo y alumnos, y entre profesores y alumnos. Los límites de la relación entre los distintos sectores están definidos en la ley. No obstante, la laxitud en el seguimiento de las normas es general. Al final cada miembro define por sí mismo su marco de relación con el resto de grupos o individuos, de lo que resulta un no saber a qué atenerse.
A la escuela actual no le falta definir los limites de la relación profesorado alumno, le falta cumplirlos. La legislación extremeña relativa a los derechos y deberes del alumno establece como uno de sus primeros y principales principios el respeto máximo al profesor. Ese respeto no es temor sino consideración (re-spectare) hacia el enseñante y a la labor que realiza.
Ese respeto tiene que venir sobre todo del equipo directivo, de modo que, a priori, nunca se ponga en cuestión la actuación del profesor. Si éste no obrara conforme a las normas, hay procedimientos legales que se le deben aplicar, pero jamás debe ponerse en duda su profesionalidad. Porque al hacerlo ponemos en duda el propio sistema de la escuela.
En ésta hay tres niveles, cada uno de ellos con una función muy concreta: el equipo directivo que dirige, el profesorado que enseña y el alumnado que aprende. Por supuesto cada nivel podrá cuestionar al otro pero siempre a través de los cauces que establezca la ley, nunca de otro modo.
Al final todo se reduce a cumplir la ley, que en definitiva es la que marca los limites de nuestra libertad y la de los otros. Cumpliendo la ley respetamos a los demás y hacemos que los demás nos respeten.