Es una mañana oscura y fría de finales de noviembre. Un manto espeso de niebla cubre la Isla. Me abrigo. No hay gente en la calle y apenas la luz de algún coche rasga la madrugada. Son las siete y media. Al pasar por delante de las escaleras mecánicas de Leonor de Plantagenet, protegidas aún por las vallas metálicas, me imagino al guarda al resguardo del frío y la humedad. Más allá una señora guía apresurada a su perro hacia el descampado del parking. Al llegar al semáforo cruzo y tuerzo hacia San Francisco. Enfrente, el enorme abeto viejo y cansado aguanta. Pasado el crucero de la antigua iglesia me fijo por enésima vez en la portada barroca decorada con el cordón de tres nudos. Me comprometo a visitar en ella la anunciada exposición de pintura del Salón de Otoño antes del 13 de diciembre. La Residencia de Ancianos duerme aún. Sólo el vagabundo, que pasa la noche al refugio del muro del antiguo Hospital junto al aparcamiento, recoge sus bolsas y se dispone a sobrevivir un día más. A la altura del almacén de saneamientos Sequeira, dos perros tiran de las correas que una señora sujeta cual Ben-Hur a Antares y Aldebarán. La furgoneta de la panadería Panake’s aún no ha aparcado delante de la puerta impidiéndome el paso por la acera. Ya en la plaza de San Juan me asombro por vez primera ante la algarabía de los pájaros que se despiertan en los tres o cuatro árboles de hojas amarillentas otoñales. Los vecinos deberían hacer todo lo posible para conservarlos. Sólo rompe el silencio el tímido ronquido de un coche afortunado que ha encontrado plaza de aparcamiento y alguna ventana iluminada denuncia el inicio de otra jornada. Casi al final de la calle, frente a la puerta de una casa aislada, una joven abraza a su perro para protegerlo del frío. Llego hasta la carretera que bordea la muralla que abraza la catedral y el palacio episcopal. Me topo con el barrendero de siempre que, vestido de uniforme naranja reflectante, apaña alguna que otra hoja. No veo a la mujer que, fiel todos los días, parece regresar de su paseo rodeando el cinturón de murallas de la ciudad. Una joven mujer de la limpieza, con bata verde a rayas, limpia la entrada de la Mutua. Hoy no está la gruesa joven sentada junto a la parada del autobús de este lado del río. Tampoco veo al sufrido repartidor de periódicos siempre con prisa. Desciendo una pequeña vaguada en la rotonda de la Virgen de la Salud y subiendo hacia el puente dejo a mi izquierda los restos de muros y pilares de la sinagoga sin techo que nadie visita. En su exterior me intrigan otra vez los huecos antropomorfos excavados en la roca de granito. Acaba de entrar en la rotonda el autobús de línea Cevesa que hace la ruta Cáceres-Plasencia y a través de sus ventanas veo a un pasajero que dormita. Mientras atravieso el alto puente de Trujillo miro una mañana más a la izquierda. En uno de los árboles plantados en el río descubro los óvalos blancos de los pájaros, acurrucados como mi Surra en su cama, que aún esperan la señal de emigrar. A pesar de la oscuridad de la madrugada y del vaho de niebla que humea del río sus formas resaltan como frutas extrañas. Hoy sólo me cruzo con la madre que imagino trabajadora en alguna oficina a quien ocasionalmente acompaña su hijo adolescente. Prudente, atravieso por el paso de cebra a la acera de la Caja de Ahorros. Paso por delante del portón abierto de la empresa de reparaciones Oserpro donde los empleados se preparan para un nuevo día de descombros, alicatados, pinturas y carpinterías. Al llegar a la rotonda me fijo de nuevo en la verde fachada redonda del antiguo almacén de suministros, coronada con un enorme tondo en azulejo donde se lee “Los Tres Amigos, Marca Registrada, Pimentón, Higos y Miel”. Tuerzo y me encamino por la empinada calle que me llevará hasta el Instituto. Dejo a mi derecha el descampado agreste en las traseras del Ambulatorio, el bazar moro de la esquina y llego hasta los talleres mecánicos, primero el de cosas serias, luego el de cosas rápidas. Al final subo una pequeña escalinata y me enfrento a la vieja escuela de San Miguel donde una ventana iluminada señala la acogida y espera de unos niños dejados por unos padres trabajadores. Cuando son las ocho menos cuarto, más o menos, entro en El Cochecito y doy los buenos días. La camarera, respetuosa, me devuelve el saludo y me sirve mi café con leche, mis dos churros y mi vaso de agua. Si están libres hojeo el Hoy o el Marca o el Público, o simplemente miro en la pantalla del televisor el tiempo y los deportes. Siempre la misma gente y las mismas rutinas. Cuando van a dar las ocho recojo mi mochila gris parisina, me despido con un hasta luego y, saliendo, me encamino hacia el Instituto. Sorteo alguna furgoneta que sale del garaje de la empresa de instalación de gas y paso por entre algún grupo de alumnos que retrasan cuanto pueden el inicio de su tarea. Al llegar al puente sobre las vías abandonadas cruzo la carretera por el paso de cebra frente a los dos oxidados depósitos de agua de la estación, vestigios de viejas glorias ferroviarias y ahora soportes de graffiti publicitarios. Por fin llego al Instituto. Algún día me gustaría que el arquitecto me explicara la idea que él tenía de un centro educativo cuando diseñó el edificio. La fachada de hormigón desnudo, más que sobria, de formas adinteladas, stonehengianas, casi germanas, no invita en absoluto a entrar. Me imagino el “Arbeit macht frei” sobre el dintel. Pero eso es ya otra historia.
Desde luego el edificio tiene un aspecto de lo mas inhospito.
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