viernes, 10 de septiembre de 2010

Tic, tac


En esta casa siempre son las ocho.

Al menos eso es lo que marca el reloj de pared que cuelga en el comedor.

Según me contaron es de origen portugués; seguramente adquirido cuando mi padre estaba destinado en Castro de Alcañices o Nuez de Aliste. Yo no lo recuerdo. Posiblemente es uno de esos objetos que siempre han estado contigo y no les prestas atención.

El reloj es quizás junto con la máquina de escribir Olivetti uno de los objetos más preciados de la casa, sin contar con la máquina de coser de pedales o la plancha de hierro marcada con la cruz gamada que denuncia su fabricación en la Alemania nazi y que adorna la repisa del descanso de la escalera.

De pequeñas dimensiones, el reloj en caja de madera color nogal al que se accede por una portilla, tiene dos partes: el círculo blanco de la cara donde, además de las horas y los punteros, aparecen los agujeros para darle cuerda, y el hueco inferior donde cuelga el péndulo terminado en un disco dorado y los pesos.

El reloj cuando funciona marca los cuartos tocando una, dos, tres o cuatro veces una melodía familiar, según sea el primero, segundo, tercer o cuarto de los cuartos. Cuando ha marcado este último a continuación suenan las horas con el número de campanadas de rigor.

Todos los veranos mi padre era el encargado de ponerlo en funcionamiento. Abría la portilla de cristal y buscaba en la base del reloj la llave que luego introducía en los agujeros situados en la cara y giraba hasta el tope para darle cuerda. Cuando mi padre envejeció me encargaba a mí de la tarea, indicándome que tuviese cuidado y no moviese el reloj para no desestabilizar el péndulo.

El sonido monótono del péndulo, tic, tac, tic, tac, era tal que llegó un momento en que hubo que detenerlo porque molestaba la concentración de aquél que se proponía estudiar en silencio o de aquél que no podía conciliar el sueño por la inoportunidad de la melodía, alegre durante el día pero fastidiosa durante la noche.

Pero el sonido del reloj era una marca de la casa y sin él a ésta le falta algo. Ahora se escucha el runrún del frigorífico o el zumbido de alguna mosca. Y por la noche se escuchan ruidos extraños que, sin que se note en exceso el temor, te animan a arrimarte a tu pareja, que duerme o quizás experimenta lo mismo que tú y no lo quiere reconocer.

El sonido del tic, tac, tic, tac del péndulo, el din, don, din, don de los cuartos, y el don, don, don de las campanadas ahuyentaría todos esos miedos.

Lo romántico seria darle cuerda al reloj pero seguramente no pegaríamos ojo en toda la noche.

Seguiré arrimándome a mi compañera del alma.

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