viernes, 6 de agosto de 2010

Miedos atávicos


Las tormentas en los Trópicos son espectaculares. Se diría que Zeus experimentase aquí toda la parafernalia de rayos y truenos símbolo de su poder. Éste, obviamente, no es sitio para Surra.

Me he preguntado muchas veces por qué Surra tiene tal terror de los truenos o de los petardos. Es sorprendente cómo, temblando en sacudidas que te mueven a compadecerla, busca refugio junto a ti bajo una silla, junto al sofá o se mete bajo la cama. Por lo visto, parece ser algo común a todos los perros. Debe ser un miedo incrustado en su cerebro y heredado de tiempos antediluvianos.

Nosotros humanos padecemos sensaciones similares. Nos asusta la oscuridad y huimos del contacto de ciertos animales como arañas o cucarachas. Aun habiendo sido criados, unos más que otros, en un ambiente acolchado del cariño y de la sonrisa de nuestra madre, y alejado de temores, sentimos y prejuzgamos, aún irracionalmente, la amenaza.

Tendría yo once o doce años. Vivía entonces en Tábara, en el cuartel de la Guardia Civil. El cuartel estaba separado del pueblo unos trescientos metros y unido a él por una acera, bordeada a un lado de huertos donde crecían árboles frutales de formas fantasmagóricas y al otro por un ancho camino por donde podrían correr carrozas espectrales. Una noche, no me acuerdo por qué, tuve que ir solo desde el cuartel al pueblo. La noche era cerrada y no había avanzado ni veinte metros cuando empecé a mirar sobre mi hombro por si alguien, espíritu o demonio, venía detrás de mí. No pasaron ni segundos cuando me vi apresurando la marcha y enseguida corriendo, presintiendo que de un momento a otro una mano huesuda se pusiera sobre mi hombro y me arrastrara hacia los abismos infernales. Ni que decir tiene que sólo me detuve cuando alcancé las primeras casas y luces.

¿Por qué me extraño de Surra cuando aún ahora, a mi edad, estoy seguro de que si volviese a verme en aquella acera de Tábara volvería a sentir, si no el mismo terror, sí el aliento del miedo sobre mi cogote?

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