miércoles, 11 de agosto de 2010

Tabaco


Es curioso cómo experiencias vividas en la infancia te marcan para toda la vida, y sus efectos, normalmente dormidos, se despiertan cuando vuelves a vivir experiencias semejantes.

Hoy, mientras hacía mi paseo de todas las mañanas, una buena costumbre que practico en los veranos --había decidido incluso hacer fotografías del recorrido (es curiosa esta manía que tenemos de fotografiar todo, como si de esta forma detuviésemos el tiempo que se acaba)--; hoy, como decía, me sucedió algo que despertó en mi una experiencia traumática que creía curada. El recorrido del paseo era el usual: Cypress, luego Douglas, después Biscayne y por fin Golfview para de nuevo tomar Cypress y regresar. Me encontraba ya en Golfview, a más de la mitad del camino, y estaba a punto de llegar al cruce que parte el circuito del campo de golf, cuando oí los gritos de unos chavales. Al instante vi que, detrás, venían corriendo hacia mí dos perros impresionantes, no por su tamaño, más bien mediano, sino por su cara; no sabría decir si eran bulldogs, pero lo parecían. No sé cómo, pero mi primera reacción fue darles la voz de: ¡¿Ehh?!, mezcla de orden, sorpresa y súplica; luego en inglés, esta vez más decidido: go! go! Los perros se pararon. Mientras, la voz del chaval invisible les llamaba. Por fin dos muchachos aparecieron y les dije: Come and get it! Uno de ellos escapó corriendo mientras el otro persistía en llamarlos. Los perros, indecisos, volvían hacia mí; yo seguía petrificado, ordenándoles: go!, go! Un coche que pasaba por allí se detuvo y la mujer que lo conducía sacudía la cabeza como si se apiadase de mí y no comprendiese cómo los perros no estaban atados. Al final los canes se retiraron y yo, confiado, seguí mi camino recuperándome poco a poco del susto.

Seguramente los chuchos eran dos benditos, pero para su familia. A mí, si no me asustaron, sí me impresionaron.

No sé cómo pero el terror a la especie canina renacía en mí, al despertar mi experiencia con Tabaco, un perro pastor alemán que me dio un buen bocado en mi nalga derecha. Tendría yo unos siete u ocho años. Vivíamos entonces en Fuentes de Ropel, en Zamora. Estaba el pobre perro haciendo su trabajo, esperando a que las vacas terminasen de beber en la pila de la fuente y yo a la puerta del cuartel de la Guardia Civil. En realidad eran dos perros Tabaco y otro, del que no recuerdo el nombre, y tenían fama de no hacer buenas migas con nadie, especialmente con chavales como nosotros. Yo me sentía protegido junto a la puerta del cuartel. Si al perro se le ocurría hacer algo yo correría. Valiente, empecé a achucharle llamándole, desafiante: ¡Tabaco! ¡Tabaco! No me dio tiempo ni a darme la vuelta para echarme a correr y buscar refugio en la casa. Sentí el mordisco y no me acuerdo de más. Supongo que alguien detuvo al monstruo para que no me devorara. Supongo que recuperado del primer susto debí llorar lo mío. Cuando aterrorizado y a salvo se lo dije a mi padre, él, colocándome sobre sus rodillas, me invitó a que le enseñara dónde me había mordido el dogo y para que no me olvidara de la lección me dio una palmada en la maltrecha nalga para agilizar, supongo, su riego sanguíneo y evitar que me dejara marca.

Desde aquel día mi respeto por los perros fue absoluto e irracional. Creo que me convencí a mí mismo de que los perros y yo éramos incompatibles.

Hasta que llegó Surra, la “Imprescindible”.

¿Por qué no pensar que Surra, en vez de impuesta, ha sido el instrumento de algún proyecto del que desconozco el secreto pero sí sus beneficios? Ahora bien, si es cierto que Surra ha conseguido reconciliarme con su especie, aún no puede impedir que no me detenga, por si acaso, no sólo ante los perros enormes sino también ante los más diminutos.

Tabaco fue mucho Tabaco.

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