Cuando avistamos la iglesia vimos que las verjas de la entrada estaban abiertas. Era extraño, pues desde que construyeron la rampa de acceso lateral suelen estar cerradas. Al aproximarnos a la entrada, observé al "pobre" oficial sentado en el poyo delante de la fachada. No era conocido. Nos saludó al entrar como si fuese requisito para recibir alguna limosna. Cuando atravesamos el umbral oímos un fuerte murmullo que venía del interior y que denunciaba que se estaba celebrando alguna ceremonia extraordinaria. Cuando entramos vimos que, al fondo de la nave, junto al sagrario, se agolpaba, de pie, un numeroso grupo, mientras otros invitados ocupaban casi la mitad de los asientos de la pequeña iglesia. Era una congregación más numerosa de lo habitual en esos casos. Por las oraciones del sacerdote supimos que se trataba de dos bautizos simultáneos. Pero aquello tenía poco de la ceremonia religiosa de un ritual que exige un mínimo de silencio y participación. Aquello semejaba más a una lonja de mercado donde se apalabraban tratos de venta de alguna cabeza de ganado o de alguna partida de productos recién llegada.
A la hora prevista, las siete de la tarde, comenzó la misa. Lo que hubiera sido una ceremonia normal, con apenas treinta fieles, la mayoría ancianos, cantando los dos o tres cantos de siempre, y dando la paz a los de siempre, en este caso no lo era.
Esta misa estaba "animada" con el constante murmullo de unos forzados concurrentes de un día, y por los inocentes berridos de uno de los bautizados, quien seguro hubiera aguantado una ceremonia normal, donde la voz monótona del oficiante le habría conducido al sueño, pero que ahora el persistente murmullo general, obligando al oficiante a levantar la voz, le impedía la mínima paz para cerrar los ojos y olvidarse de un mundo al que parecía que no había pedido venir.
Llegados a las lecturas, apenas me acuerdo de la primera, una profecía del Antiguo Testamento reclamando justicia contra el malvado y satisfacción para el justo. Como era de esperar, el sermón del buen cura rozaba muy de lejos las lecturas, así que pronto me encontré observando a la concurrencia. Desde nuestra posición habitual en uno de los bancos laterales podía ver los rostros de perfil de los demás fieles. Por su actitud se hubiera dicho que todos estaban embelesados, o bien con el carisma del buen sacerdote, o con lo que predicaba. Pero tanto lo uno como lo otro era imposible. El buen sacerdote no hacía otra cosa que repetir el sermón de siempre. Quizás fuese ese su truco. Como si se tratase de una hipnosis, quizás había encontrado el modo de mantener a su público atento a base de repetir siempre lo mismo. Pero mucho me temía que tampoco este era el caso.
Lo más probable es que cada uno estuviese pensando en algo que no tenía nada que ver con lo que el cura decía. Si alguien hubiese podido fotografiar los pensamientos de cada uno de nosotros confirmaría lo de "cada loco con su tema" de la canción. Una anciana señora se miraba su mano artrítica y quizás se lamentaba en silencio de su dolor, o se prometía una visita al médico para contestarle la receta que le había mandado. Aquella otra más joven, que pertenecía a uno de los grupos del bautizo, entrada en carnes, sentada con las piernas cruzadas, apenas cubiertas por un vestido de falso encaje transparente, quizás pensaba que aún era atractiva y que su marido podía aún lucirla. Éste, distraído examinándose un callo de la mano, se preguntaba qué estaba haciendo allí cuando bien podía estar con la jamona de su mujer dándole provecho a la tarde. Aquella de más acá quizás pensaba en lo que tenía que poner de cena, quizás en qué pondrían en la tele esa noche...
O quizás todo tenía una explicación más sencilla. Aquella media hora en la iglesia era el único momento de la semana donde uno podía evadirse del ruido de la vida, ruido que no permitía concentrarse en aquellos sencillos pensamientos y preocupaciones individuales. Allí en la penumbra de la iglesia, cobijado bajo las bóvedas, afirmado por las columnas de piedra, colocadas en orden, arrullado por los habituales cantos, glorias, credos y padrenuestros, e hipnotizado por la voz familiar del cura, allí cada uno de nosotros podía pensar, soñar, hacer planes y, por qué no, orar. Fuera sería imposible: el trabajo de la mañana, en el hogar o en la empresa, las noticias del mediodía sobre golpes de estado, crisis, desempleo, accidentes de tráfico, las telenovelas de la tarde, y las series de la noche, todo eso apenas dejaba tiempo para la meditación en los pequeños problemas de cada uno. Media hora en la iglesia bastaba.
Pero el problema es cuando ni siquiera te dejaban disfrutar de esa media hora y la calle invadía ese oasis de paz en medio de la colina de Santa Elena.
A la hora prevista, las siete de la tarde, comenzó la misa. Lo que hubiera sido una ceremonia normal, con apenas treinta fieles, la mayoría ancianos, cantando los dos o tres cantos de siempre, y dando la paz a los de siempre, en este caso no lo era.
Esta misa estaba "animada" con el constante murmullo de unos forzados concurrentes de un día, y por los inocentes berridos de uno de los bautizados, quien seguro hubiera aguantado una ceremonia normal, donde la voz monótona del oficiante le habría conducido al sueño, pero que ahora el persistente murmullo general, obligando al oficiante a levantar la voz, le impedía la mínima paz para cerrar los ojos y olvidarse de un mundo al que parecía que no había pedido venir.
Llegados a las lecturas, apenas me acuerdo de la primera, una profecía del Antiguo Testamento reclamando justicia contra el malvado y satisfacción para el justo. Como era de esperar, el sermón del buen cura rozaba muy de lejos las lecturas, así que pronto me encontré observando a la concurrencia. Desde nuestra posición habitual en uno de los bancos laterales podía ver los rostros de perfil de los demás fieles. Por su actitud se hubiera dicho que todos estaban embelesados, o bien con el carisma del buen sacerdote, o con lo que predicaba. Pero tanto lo uno como lo otro era imposible. El buen sacerdote no hacía otra cosa que repetir el sermón de siempre. Quizás fuese ese su truco. Como si se tratase de una hipnosis, quizás había encontrado el modo de mantener a su público atento a base de repetir siempre lo mismo. Pero mucho me temía que tampoco este era el caso.
Lo más probable es que cada uno estuviese pensando en algo que no tenía nada que ver con lo que el cura decía. Si alguien hubiese podido fotografiar los pensamientos de cada uno de nosotros confirmaría lo de "cada loco con su tema" de la canción. Una anciana señora se miraba su mano artrítica y quizás se lamentaba en silencio de su dolor, o se prometía una visita al médico para contestarle la receta que le había mandado. Aquella otra más joven, que pertenecía a uno de los grupos del bautizo, entrada en carnes, sentada con las piernas cruzadas, apenas cubiertas por un vestido de falso encaje transparente, quizás pensaba que aún era atractiva y que su marido podía aún lucirla. Éste, distraído examinándose un callo de la mano, se preguntaba qué estaba haciendo allí cuando bien podía estar con la jamona de su mujer dándole provecho a la tarde. Aquella de más acá quizás pensaba en lo que tenía que poner de cena, quizás en qué pondrían en la tele esa noche...
O quizás todo tenía una explicación más sencilla. Aquella media hora en la iglesia era el único momento de la semana donde uno podía evadirse del ruido de la vida, ruido que no permitía concentrarse en aquellos sencillos pensamientos y preocupaciones individuales. Allí en la penumbra de la iglesia, cobijado bajo las bóvedas, afirmado por las columnas de piedra, colocadas en orden, arrullado por los habituales cantos, glorias, credos y padrenuestros, e hipnotizado por la voz familiar del cura, allí cada uno de nosotros podía pensar, soñar, hacer planes y, por qué no, orar. Fuera sería imposible: el trabajo de la mañana, en el hogar o en la empresa, las noticias del mediodía sobre golpes de estado, crisis, desempleo, accidentes de tráfico, las telenovelas de la tarde, y las series de la noche, todo eso apenas dejaba tiempo para la meditación en los pequeños problemas de cada uno. Media hora en la iglesia bastaba.
Pero el problema es cuando ni siquiera te dejaban disfrutar de esa media hora y la calle invadía ese oasis de paz en medio de la colina de Santa Elena.
Despues de leer esta entrada me puse a pensar en mi propia experiencia con la liturgia semanal. Efectivamente, durante esta hora, mas que escuchar las palabras--sean las del cura sean las del evangelio--me pongo a pensar en mis cosas, preocupaciones, planes, lo que me lleva inevitablemente a recordar un dicho que dice mas o menos algo como el hombre propone y Dios dispone y siempre termino pidiendo a Dios la ayuda y fuerza necesarias para llevar a cabo mis proyectos y suenos. El sermon, las canciones puede que me distraigan mas que otra cosa, pero siempre encuentro la forma de rezar y como siempre, salgo de misa con una buena dosis de tranquilidad y esperanza.
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