viernes, 29 de octubre de 2010

Venite ac capite!

¡Venid y probadlo!

No creo que haya en este mundo una experiencia humana más placentera y más generalmente aceptada que el recuerdo de los guisos de la propia madre. Estoy convencido de que si le pidiésemos a cualquiera que nos hablase de los platos que cocinaba su madre, notaríamos de repente una transformación del semblante de nuestro interlocutor hacia un estado de beatitud más propio de ángeles que de hombres. Porque despertaríamos en él el recuerdo de todos los sentidos. Asistiríamos a su inmediata secreción papilar (como si de un experimento pavloviano se tratase), para regustar el sabor indeleble en la memoria. Resurgiría en él el recuerdo del olor persistente que impregnaba toda la casa cuando puntual regresaba de la escuela o de corretear por la calle. Tendría de nuevo a la vista los vívidos colores de cocidos y fritos imposibles de plasmar ni siquiera por un Tiziano. Evocaría en las mucosas de su boca las innúmeras texturas sólo posibles de lograr con la paciencia de fuego lento de una madre. Y, en fin, volvería a escuchar el sonido de sorbos, chasquidos, y los callados y glotones murmullos de placer.

A pesar del paso del tiempo, y de haber experimentado los platos de otros o creado los tuyos propios, siempre, siempre, en tu recuerdo quedará el sabor de los guisos de tu madre.

Y en consecuencia, en la memoria de mis hijos están impregnadas y guardadas, para saltar como resortes, todas las sensaciones anteriores. En mi familia, mi esposa ha creado su propia carta de guisos, y mis hijos, ahora crecidos, cuando nos visitan, le piden sus platos favoritos, aquellos que de niños fueron entrando en el desván de sus memorias.

Esos platos también han hecho mella en mi casi sexagenario trastero de sensaciones. Y, poco a poco, he ido clasificando en mi archivo de sabores, aquellos que me sugieren recuerdos de infancia o aquellos que despiertan el sabor de nuestro propio hogar, el que mi esposa ha creado paso a paso, verso a verso en el diario vivir de nuestra familia. 

"¿Qué quieres para comer mañana?" --me preguntó mi esposa cuando nos íbamos a acostar. "Tengo pollo en el congelador" --añadió. "Bueno, entonces me gustaría ese pollo con caldo que haces". "¿Chicken in the pot?" "Sí, ese".

Cuando al mediodía siguiente, después de una agotadora jornada, con un curso que vale por tres a la vez, llegué a casa, enseguida percibí el aroma del plato que me aguardaba. Mientras esperaba que terminase de cocer el arroz que lo acompañaría, sentado en la mesa de la cocina y comentando mi jornada, me serví un vaso de vino que acompañé con un taco de queso, un trozo del cual compartí con mi leal Surra.

La receta es sencilla: limpiado y troceado el pollo, se coloca en una sartén acompañado de una cebolla picada y aceite. Cuando está dorado, se coloca todo en una cazuela, se cubre de agua, se sazona de sal y pimienta, y se pone a hervir. Al cabo de dos horas el guiso está hecho. Se acompaña con algún vegetal y con arroz. Yo sugiero que a mano se tenga un buen trozo de pan de barra para mojar el caldo. Está para chuparse los dedos.

El pollo al cazador, las albóndigas rehogadas en vino, el espagueti, el stew con dumplings, el atún con pasta y bechamel al horno, o el pollo a la cacerola, como el que aquí alabo, forman parte de nuestra cultura familiar. Porque no es nada fácil conseguir ese olor especial en cada hogar, olor que hace historia, aunque pequeña, pero historia al fin y al cabo. Hacen falta horas de cocción a fuego lento, día tras día, para conseguir el sello inconfundible en la memoria histórica de los hijos y quizás de los nietos.

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